Disputar los futuros comunes de la ciudad
Disputar los futuros comunes de la ciudad
Este artículo ha sido escrito por Marina Garcés
Apareció originalmente en ccesv/lab, y forma parte
del ciclo ¿Qué implica experimentar la ciudad? realizado de manera virtual
entre los meses de octubre y noviembre de 2020
en colaboración con la red de centros culturales de España de la AECID
Los mundos se nos están haciendo pequeños.
Las burbujas son espejos esféricos en los que ya sólo nos vemos a nosotros mismos, multiplicados por aquellos a quienes podemos considerar nuestros familiares, allegados o contactos próximos. Los demás, o se virtualizan o se pierden en el espacio y el tiempo de unas ciudades convertidas en nodos de vida confinada. Si esto describe un presente, nuestro presente, ¿Cómo podemos imaginar un futuro?
Incertidumbre se ha convertido en la palabra más obvia para nombrar un tiempo que cancela la imaginación y oscurece el futuro. Pero en realidad, no es que no sepamos imaginar el futuro, sino que cualquier futuro que imaginamos se nos aparece como un bien escaso para unos pocos o como un escenario amenazador para muchos. Entre la privación y la devastación de la vida, el futuro se convierte en un bien escaso, cada vez menos disponible y para menos gente.
Si pensamos las ciudades desde esta encrucijada temporal e histórica, personal y colectiva, es fácil que se conviertan rápidamente en ese lugar que, precisamente, o se convierte en el privilegio de pocos o en el vertedero de muchos. Lo hemos visto durante la pandemia y sus correspondientes confinamientos y semi-confinamientos: ¿Quiénes se han quedado en la ciudad? O quienes viven muy bien en ella, con viviendas amplias, redes afectivas y posibilidad de teletrabajar, o quienes no tienen ninguna opción de escapar de ella, ya sea porque no tienen otro lugar a dónde ir, ya sea por su relación de estricta necesidad con trabajos presenciales (cuidados, reparto, comercio esencial, etc.) o economías informales.
La pregunta ¿Quiénes se han quedado?, invierte la lógica fundacional de las ciudades y de la dinámica que les sigue dando vida, mientras no empiezan, como ahora, a morir: la de la pregunta por quienes llegan sucesivamente a ellas. La ciudad no es un ente que exista antes que quienes llegan a ella: habitantes, transeúntes, mercancías, ideas y proyectos. Las ciudades son de sus arribantes y por eso crecen en los cruces de caminos, en la orilla de los ríos o en los puertos naturales. No hay ciudades estáticas, aunque la reflexión sobre la ciudad la haya convertido, demasiadas veces, en una esencia abstracta o lo que es peor, en una marca al margen de la vida que hace posible.
La globalización ha supuesto la puesta en movimiento generalizada de personas y de mercancías, se suponía que para una especie de éxtasis mundial de la libertad y de la comunicación. Hoy es un mundo fronterizado y estallado, sometido a un régimen de expulsión permanente (desde la migración hasta el desahucio).
Estamos, así, ante una paradoja: el siglo de las ciudades, ese punto de inflexión en que el planeta está llamado a ser ya predominantemente urbano, coincide con el momento en que una crisis sanitaria, vinculada a una inacabable crisis económica y a una por ahora irresoluble crisis ambiental, nos ha recordado que las ciudades no existen por sí mismas sino que son el resultado siempre vivo y conflictivo de nuestra posibilidad de llegar a ellas.